El cáncer sana

Por Liliana de Benítez

Después de viajar seis horas por carretera, llegué al final de la tarde. Llovía. Bajé del auto y apresuré los pasos. El hospital estaba abierto. Me alegré; aún tenía tiempo de verlo. Los elevadores habían colapsado por falta de mantenimiento, entonces subí las escaleras de dos en dos hasta llegar al piso ocho.

Entré a la habitación despacio, sin hacer ruido; él reposaba en un sillón. Apesadumbrado, miraba la llovizna por la ventana. Parecía ausente, como si sus pensamientos lo ayudaran a escapar de la realidad. Me quedé en silencio por unos minutos, entretanto mis ojos se nublaron. El robusto hombre que me crió no era el mismo, el cáncer lo secó hasta los huesos. Respiré profundo, me pinté la mejor sonrisa, y dije: “¡Tío, al fin llegué!”

Con una dulce expresión de amor y una mandarina en su mano me dio la bienvenida. Esa cualidad espontánea de ser un dador alegre lo acompañó hasta el final de sus días y lo hizo ganarse el cariño de doctores, enfermeras y pacientes de aquel frío piso del Hospital Universitario de Caracas.

Mi tío no tuvo más hijos que dos sobrinos, mi hermano y yo. Él me enseñó, entre otras cosas, que la vida es demasiado corta para perderla en rencillas. Dos días antes de morir, me dijo bañado en lágrimas: “perdí el tiempo”. Durante su periodo de reflexión forzada, acorralado por la embestida de un cáncer de piel, mi tío alcanzó a ver que los pleitos, las quejas, los estallidos de ira y la falta de perdón no solo le hicieron perder la paz, sino el tiempo.

El tiempo es un bien no renovable. Podemos invertirlo, gastarlo, malbaratarlo, pero es imposible atesorarlo. Salomón, el sabio de Israel, dijo que hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo. Nuestro problema es que no sabemos aprovechar sabiamente los breves días que Dios nos ha concedido en la tierra (Job 14:5).

Cuánta razón tenía el obispo anglicano, John Charles Ryle, cuando dijo: “La enfermedad ayuda a recordarle la muerte a los hombres. La mayoría vive como si nunca se fuera a morir. Planean y diseñan sus esquemas para el futuro, como el rico insensato de la parábola, como si tuvieran un largo contrato de vida, y fueran huéspedes aquí a voluntad”.

Millones de personas actúan con arrogancia mientras disfrutan de buena salud. Proceden con apatía si alguien les predica el evangelio. No hay tiempo para oír el mensaje de salvación; no hay tiempo para buscar a Dios y arrepentirse. Están más interesados en ganar la aprobación de los hombres que en agradar a Dios (Gál. 1:10). Pero cuando sienten en sus propios cuerpos la enfermedad o ven sufrir a un ser amado despiertan de sus ensueños y descubren lo frágiles que somos y lo rápido que pasa la vida.

En un momento de reflexión, mirando la eternidad de Dios y la transitoriedad del hombre, el salmista expresó: “¿Qué hombre podrá vivir y no ver la muerte? ¿Podrá librar su alma del poder del Seol?” (Sal. 89:48). Ante la muerte estamos desarmados. Nada de lo que tenemos puede contra ella. Ni el dinero, ni las influencias, ni la fama que pudimos alcanzar la doblega.

El multimillonario, genio de la informática y cofundador de Apple Computer, Steve Jobs, dijo antes de morir de cáncer de páncreas a sus 56 años: “En este momento, acostado en la cama del hospital y recordando toda mi vida, me doy cuenta de que todos los elogios y las riquezas de los que yo estaba tan orgulloso se han convertido en algo insignificante ante la muerte inminente”.

Señor, enséñanos a contar nuestros días

Los seres humanos tenemos una enfermedad terminal; un tumor maligno que ha hecho “metástasis” en nuestro corazón y nos lleva irremediablemente a la muerte eterna: el pecado. Como somos ciegos espirituales no nos damos cuenta de nuestra agonizante condición. A pesar de tener la muerte pisándonos los talones nos consumimos la vida en pleitos y contiendas, en éxitos y placeres fugaces, o como dice el apóstol Pablo, en “los negocios de la vida diaria” (2 Tim. 2:4).

No hemos entendido que esta breve vida es la única oportunidad que tenemos para reconciliarnos con Dios (2 Cor. 5:19-20). Cuando Moisés vio la vieja generación de israelitas —la que había partido de Egipto— morir en el desierto, meditó en la transitoriedad de la existencia humana en relación con el justo juicio de Dios, y oró: “Señor, enséñanos a contar de tal modo nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría (Sal. 90:12).

Necesitamos sabiduría. Oremos por sabiduría. “Porque viendo no ven”, dijo Jesús (Mt. 13:13). Solo Aquel que trazó el círculo sobre la faz del abismo puede abrir los ojos del corazón. Es Dios quien concede arrepentimiento para que los hombres puedan escapar del engaño del mundo, de la pasión de la carne, la pasión de los ojos y la arrogancia de la vida (1 Jn. 2:16; 2 Tim. 2:25).

A la luz de esta verdad, qué beneficiosa resulta una enfermedad como el cáncer si nos ayuda a no morir endurecidos por el engaño del pecado (Heb. 3:13); si nos lleva a arrepentirnos genuinamente de nuestras malas obras y forma en nosotras la imagen de Cristo (Gál. 4:19).

A pesar de ser una mujer cristiana no había meditado seriamente en todas estas cosas hasta que fui diagnosticada con cáncer de mama. Por eso digo con convicción que el cáncer sana, porque cuando estamos postradas en una silla de quimioterapia o muriendo en la cama de un hospital, Dios nos deja ver el estado agónico de nuestro corazón, y por Su gran misericordia nos salva (Lc. 19:10).

Lo mejor que le puede pasar a un moribundo no es ser sanado de su enfermedad física, sino que en su padecimiento examine su corazón, se arrepienta de sus pecados y ponga su confianza en Dios. El cáncer puede ser la última oportunidad que se le concede a una persona para cambiar de dirección y transitar por la senda que conduce a la vida.

Jesús le dijo a Marta antes de resucitar a su hermano Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?” (Jn. 11:25-26).

La pregunta correcta no es cuándo o de qué vamos a morir, sino ¿cuál es nuestra relación con Dios? De eso depende si morimos en Cristo o morimos en nuestros pecados.

Aquel jueves lluvioso, después de despedirme de mi amado tío en el hospital, supe que no lo volvería a ver en este mundo, pero mi alma reposa en paz, porque vivo con la esperanza de abrazarlo en las moradas eternas. En sus últimos meses de existencia, por la gracia de Dios, mi tío escuchó el evangelio, se arrepintió de sus pecados y abrazó la fe en Jesucristo.

Dios puede usar el cáncer como una manifestación de su gran misericordia para cumplir sus propósitos salvíficos en la vida de sus amados. No desperdicies tu cáncer: “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos y creed en el evangelio” (Mr.1:15).

Anterior
Anterior

Cultivando la gratitud en medio de la enfermedad

Siguiente
Siguiente

Ayúdame a confiar en Tu bondad